Una Constitución del pasado para una sociedad del presente

Artículo de opinión de Jossef Koumia i Martín, secretario de Ciudadanía de la Federación Regional de Lleida de Esquerra Republicana de Catalunya

Jossef Koumia i Martín
Jossef Koumia i Martín
06 de diciembre de 2025 a las 10:45h

Cada 6 de diciembre se conmemora la Constitución de 1978 como si fuera un texto intocable, casi un dogma que define la democracia española, pero cuarenta y seis años después de su aprobación, lo que realmente celebramos es la persistencia de un marco político que no ha sabido evolucionar con una sociedad que ha cambiado de arriba abajo. Lo que en el 78 se presentó como un acuerdo histórico es, hoy, un documento que muestra claramente sus límites, rígido, centralista y heredero de una transición que prefirió la continuidad a la ruptura.

Su rigidez no es accidental, es un mecanismo pensado para evitar cambios profundos. El artículo 168 blinda la Constitución hasta el punto de hacer casi imposible una reforma de fondo, y eso convierte la Carta Magna en un texto fosilizado. Un ejemplo claro es la monarquía, protegida por un sistema que nunca ha permitido un debate real sobre su futuro. Recordemos que se trata de una institución que llegó a la democracia por vía de un nombramiento franquista y que, a pesar de ello, continúa fuera de cualquier escrutinio ciudadano.

Pero el punto más delicado es, probablemente, el tratamiento del pluralismo nacional. El Estado autonómico nació como una fórmula de compromiso, pero con el tiempo se ha revelado insuficiente. La Constitución reconoce “nacionalidades y regiones”, pero impide que esta realidad pueda evolucionar democráticamente. Para Cataluña, esto ha significado topar una y otra vez con un límite infranqueable, cualquier demanda de autodeterminación es descalificada de entrada, mientras que en otras democracias se ha resuelto con urnas, negociación y garantías. Esta incapacidad de resolución es uno de los grandes problemas del sistema del 78, que dice respetar la diversidad, pero solo admite una identidad nacional válida.

También está aquello que la Constitución omite. El derecho a la vivienda, al trabajo o a una vida digna quedan reducidos a simples principios, sin obligaciones reales para el Estado. En cambio, los mecanismos de control territorial e institucional continúan funcionando con plena eficacia. El Tribunal Constitucional, las recentralizaciones encubiertas o los límites competenciales recuerdan constantemente que la Carta Magna fue diseñada para asegurar la estabilidad de un modelo conservador más que para garantizar derechos sociales plenos.

Mientras tanto, el mundo avanza y las democracias europeas debaten sobre derechos digitales, emergencia climática, feminismo o nuevos modelos de gobernanza, pero España continúa anclada en un texto elaborado a finales de los setenta, en un contexto histórico y social que no se parece en nada al presente.

En el Día de la Constitución no deberíamos celebrar el inmovilismo, sino reclamar la valentía de afrontar una evidencia que ya cuesta ignorar. Es necesario un nuevo marco político, más democrático, más plural y más justo. Un estado que no puede reformarse acaba convirtiéndose en un obstáculo para el progreso colectivo y una democracia que no reconoce la pluralidad nacional que contiene nunca llegará a ser plenamente madura.