Cincuenta años después de la muerte biológica de Francisco Franco, la democracia española continúa conviviendo con su legado. Ningún otro país de Europa occidental transitó de una dictadura de casi cuarenta años a una democracia liberal sin una ruptura explícita, sin depuraciones y sin un procesamiento judicial de los crímenes del régimen. Esta singularidad explica por qué todavía hoy es legítimo afirmar que Franco, simbólica y estructuralmente, no ha muerto.
La dictadura no fue solo el autoritarismo de un líder, sino la construcción de un entramado estatal que se infiltró en todos los ámbitos de la vida pública. El Estado franquista se sostuvo sobre tres pilares, las Fuerzas Armadas, la Iglesia católica y el Movimiento Nacional, que garantizaron el funcionamiento del régimen hasta el final. Cuando el dictador murió, el 20 de noviembre de 1975, esta arquitectura no se desmanteló: se adaptó
La historiografía es clara, la Transición no fue una ruptura, sino una reforma pactada entre las élites del régimen y una oposición condicionada por la persistencia de un aparato represivo intacto. Las Fuerzas Armadas no se democratizaron a fondo hasta bien entrada la década de 1980. La judicatura, formada mayoritariamente bajo los criterios del Ministerio de Justicia franquista, mantuvo los mismos cuerpos durante años. La disolución del Tribunal de Orden Público en 1977 no implicó su desaparición real: muchas de sus funciones recayeron sobre la nueva Audiencia Nacional, que heredaba estructuras y personal del antiguo régimen.
La Ley de Amnistía de 1977, celebrada como un paso imprescindible para la democracia, actuó también como una ley de impunidad. Ningún responsable de desapariciones forzadas, torturas o ejecuciones fue juzgado. España es, según organismos internacionales, el segundo país del mundo con más desaparecidos forzados después de Camboya, una cifra incompatible con el relato de una transición plenamente reparadora. Cuando el juez Baltasar Garzón intentó abrir una investigación, acabó perseguido judicialmente. Pocas imágenes ilustran mejor la fragilidad de la memoria democrática española.
Esta falta de depuración institucional está íntimamente relacionada con la monarquía. La Ley de Sucesión de 1947 definía España como una “monarquía del Movimiento”, y en 1969 Franco designaba a Juan Carlos como sucesor, quien juraba fidelidad a los “Principios Fundamentales” del régimen. Aunque después el rey contribuyera a la democratización, su origen en un nombramiento dictatorial continúa siendo un hecho insólito en el contexto europeo.
La combinación de impunidad, necesidad de pacto y ausencia de una política pública de memoria creó un silencio prolongado que ha condicionado generaciones enteras. Las víctimas quedaron invisibilizadas, y el relato del franquismo, presentado a menudo como un período de orden, estabilidad y crecimiento, se infiltró en manuales, conversaciones familiares y discursos políticos sin apenas contestación. Esta falta de revisión crítica explica por qué hoy, en pleno siglo XXI, es posible detectar un auge del discurso de extrema derecha entre sectores juveniles que idealizan un régimen que no vivieron y del que solo conocen versiones descontextualizadas o directamente falsas.
Cuando todavía hay fosas comunes por abrir, cuando los archivos no son del todo accesibles, cuando se cuestiona constantemente la pluralidad cultural y lingüística del país y cuando una parte del Estado mantiene inercias autoritarias provenientes del pasado, cuesta sostener que el franquismo es un capítulo cerrado
La muerte del dictador era inevitable. La del franquismo, sin embargo, sigue siendo una asignatura pendiente. Las democracias maduras se construyen sobre la verdad, la justicia y la capacidad de asumir el pasado. Hasta que España no afronte estas continuidades, jurídicas, institucionales y simbólicas, Franco seguirá presente en el debate público, en el imaginario y en los reflejos autoritarios que aún hoy condicionan el país.
Franco no ha muerto porque la sociedad y las instituciones no lo han enterrado del todo y, mientras eso no ocurra, su sombra continuará proyectada sobre los cimientos del presente.