El Diccionario del Institut d'Estudis Catalans define, entre otras acepciones, el término "tributo como "aquello que se hace o se da para cumplir un deber o una obligación moral". En este sentido, he observado que estamos rodeados de tributos. Por un lado, en el ámbito de la cultura han proliferado últimamente tributos, principalmente musicales, a todo tipo de bandas, sobre todo aquellas que tuvieron éxito y llegaron a ser fenómenos de masas. Paseas por la ciudad y la encuentras empapelada de carteles anunciando actuaciones de grupos que se dedican a interpretar única y exclusivamente canciones de estos músicos que bien se retiraron, bien nos dejaron o bien siguen en activo.
En algunos casos, incluso, se atreven a imitarlos en la estética y la escenografía, produciendo un efecto de espejismo a sus espectadores haciéndoles sentir o, cuando menos, intentándolo, que están frente a los auténticos artistas. Lo mismo ocurre en el ámbito del teatro o del cine, en los que, con el fin de asegurar el retorno económico de los productores -que no dejan de ser empresas guiadas por un legítimo ánimo de lucro- predominan los remakes de obras clásicas, las segundas, terceras y cuartas partes de películas exitosas o bien la copia literal de una obra dramatúrgica cuyos ingresos por taquilla se dan por asegurados en base a un éxito internacional reconocido, como es el caso de los musicales. Todo ello es bastante conmovedor a la vez que triste, pues no es más que un reflejo de hacia dónde está yendo nuestra sociedad, primando el consumo de servicios culturales cuya oferta únicamente proviene del rendimiento económico previsto por quien los programa, marginando, de este modo, otras opciones más arriesgadas y frescas, arrinconando a jóvenes creadores e intérpretes (músicos, actores, cineastas, dramaturgos…) y, en consecuencia, mercantilizando un sector que debería estar al margen de intereses económicos. Es por ello que esta deriva, desgraciadamente, está hiriendo de muerte el mundo de la cultura y, especialmente, a los verdaderos artistas, no a los meros intérpretes, sino a los creadores, aquellos que generan cultura mediante la creación artística sin más. Con todo esto nos encontramos con una grave paradoja, pues, estando rodeados de tributos, que como hemos dicho se supone que deberían ser aquello que se hace o se da para cumplir un deber o una obligación moral, se está produciendo el efecto contrario, es decir, incumplir con este deber de proteger y potenciar la creación artística en todos sus ámbitos. Así pues, reflexionemos y tomemos, por favor, conciencia de cuáles son nuestras decisiones a la hora de consumir cultura y qué escenario de futuro queremos tener, bien uno exclusivamente mainstream e impuesto para un consumo masivo y generador de ingresos millonarios prescindiendo de su valor artístico, o bien uno que combine esta primera opción con un panorama artístico sincero, fresco, innovador, creativo y que, además, sustente y promocione a todos los artistas por igual, grandes y pequeños, y dignifique sus trabajos. No olvidemos que el arte y, en definitiva, la cultura son la esencia de lo que nos hace humanos. Es aquello que nos transporta y nos hace sentir. No lo dejemos perder, entonces, y que quede en manos de criterios económicos.
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