Con este escrito puso fin a una serie de tres artículos sobre el miedo y la política.
El miedo manda hoy en día y se expresa como una de las consecuencias de vivir en una sociedad inmersa en un contexto de profundas y rápidas transformaciones.
Pero es aquí donde estamos y las lamentaciones no sirven para nada.
Hay que afrontarlo con paso corto y mirada larga.
Prudencia y visión.
Poco dogma y toda la generosidad para no dejarse llevar por juicios fáciles y sin matices.
Por mucho que la presión de los populismos sólo apueste por señalar a los culpables que interese en cada momento, debe prevalecer la prudencia no entendida como inacción o connivencia sino como manera de encontrar las mejores soluciones a los problemas complejos.
Y de culpables, los hay de muchas clases.
De hecho, siempre hay un culpable al alcance de los intereses a cada lado de la trinchera en que se ha convertido la política.
Y, si a un lado, unos sitúan la diversidad cultural como la raíz de la amenaza, otros sitúan la diana en la poca contundencia de los cuerpos de seguridad o, otros, en las problemáticas sociales que puedan tener, o no, algunos que delinquen.
¿Y qué dicen de todo esto los más jóvenes?
La demoscopia nos está diciendo que se están dejando seducir por los mensajes más radicales y, los más grandes, alarmados, nos ponemos las manos a la cabeza mientras nos pedimos cómo es posible que las generaciones más jóvenes logran parar la oreja ante los discursos xenófobos de la ultraderecha.
Pero nos lo pedimos desde una supuesta posición de supremacismo moral, muy boomer, que observa “millennials” y “zetas” como si de otro planeta fueran.
Nuestros hijos e hijas viven en una sociedad donde se sienten amenazados.
Ni quiero, ni pretendo comparar este contexto con cualquiera anterior.
Cada generación entrega sus batallas y lo hace con las herramientas de las que dispone.
Y ésta debe hacerlo.
De hecho, lo está haciendo.
Y una de las más grandes será su guerra contra la incertidumbre y contra el miedo.
Su libertad ya no depende sólo de su preparación académica, ni de su capacidad personal de esfuerzo, ni siquiera de su sentimiento de pertenencia a un grupo social más o menos corporativo.
Sienten que su libertad está condicionada por cuestiones mucho más prosaicas como es su propia seguridad a la hora de salir de noche, a la hora de disfrutar con amigos de un concierto de fiesta mayor, a la hora de disfrutar de grandes eventos como el Encuentro del caracol o a la hora de interaccionar socialmente en un mundo donde los códigos están cambiando.
Bastante que lo saben las mujeres jóvenes que, guste o no, deben ser acompañadas por sus amigos de vuelta a casa después de una noche en el Biloba.
Estos son algunos de los límites más visibles a su libertad.
Pero, no prestamos suficiente atención porque son límites que están lejos de los límites marcados por la propia declaración de los Derechos Humanos.
Haríamos bien en asegurar que estos altos valores tienen una traducción práctica y tangible en estas generaciones nacidas en época democrática.
Estas generaciones, que no han vivido en una dictadura franquista, donde el fascismo de la ultraderecha coartaba toda expresión de democracia.
Si dejamos que el miedo haga nido entre ellos, este miedo se acabará por girar en contra.
Quizá ya está pasando, pero nuestro juicio categórico nos lo impide ver.