Una parada al Mercat de la Boqueria | FOTO: Lourdes Tàsies
El Mercado de San José —popularmente conocido como La Boquería— acaba de celebrar 185 años de historia. Pero más allá de las cifras y las efemérides, lo que hoy en día bautiza tras sus paradas es un reflejo claro de la Barcelona de hoy: una ciudad que lucha por mantener su identidad en medio de la globalización, el turismo masivo y los nuevos hábitos de consumo. El mercado más emblemático de la ciudad es hoy un cruce entre el pasado y el futuro, entre la tradición y el espectáculo.
Para muchos, La Boquería es un símbolo de la ciudad, un icono vivo de Barcelona que forma parte de su esencia. Pero para otros, ya no es lo que era. “Antes era un mercado familiar, donde la gente de Barcelona venía a comprar los productos frescos cada día. Hoy, muchos vendemos a los turistas, y eso lo cambia todo”, explica Juanjo Murillo, un paradista que hace más de 34 años que trabaja en La Boquería. Su rostro refleja una mezcla de pasión por el trabajo y las ganas de innovar.
Además, recuerda los momentos difíciles vividos durante la pandemia, cuando la Boquería sufrió uno de sus golpes más duros. “Cuando no hubo turismo durante la pandemia, el mercado quedó prácticamente vacío. La gente de Barcelona no venía, y la mayoría de las paradas tuvieron que cerrar porque no podían mantenerse abiertas por la poca afluencia de gente local. Un 90% de las paradas no aguantaban. Fue una época muy difícil para todos nosotros. El turismo quizás ha cambiado la cara del mercado, pero sin él, también vamos a darnos cuenta de cómo de dependientes nos hemos vuelto de esta nueva dinámica.”
Una opinión similar la comparte Núria Mira, que trabaja en el mercado desde los 16 años. Con una voz que transmite una cierta resignación, explica: “Ya no es como antes, cuando venía la señora del carrito y nos saludaba con una sonrisa, o cuando la gente del barrio venía a comprar a la misma parada durante años. Ha cambiado mucho, pero si no cambiamos nosotros, mal. Todo es diferente. Las personas que venían a comprar ya no son las mismas, y la Boquería ya no tiene esa ‘esencia’ de antes, ni la peculiaridad de ser un lugar donde todo el mundo se conocía.”
Pero a pesar de esta nostalgia, La Noria no puede evitar reconocer que, de alguna manera, la evolución también ha sido necesaria. “He aprendido inglés, cuando esta lengua nunca la había hablado al comienzo de mis años como paradista. Era algo impensable, pero es parte del proceso. El turismo ha hecho que tengamos que adaptarnos, y aunque muchos de nosotros enojemos los viejos tiempos, también debemos reconocer que el cambio forma parte de la vida. Si no cambiamos, acabaremos siendo obsoletos.”
Otro punto de vista lo ofrece la Robin, una trabajadora recientemente incorporada, que detecta claramente el tipo de clientela: “La mayoría de gente que viene es turista. Mis padres dicen que antes era más nacional. Ahora todo está pensado para ellos: etiquetas en inglés, productos empaquetados para llevarse en el avión… A mí me gusta mucho este ambiente, todo hay que decirlo. Estoy contenta de estar aquí.”
A pesar de los cambios, todavía hay espacios de memoria viva. A diferencia de otros mercados que han ido perdiendo fuerza, aquí el ritmo todavía es frenético. Con una afluencia que puede llegar a los 80.000 visitantes en un solo día, la logística es clave.
Gabriel Espínola, quien lleva años comprando en La Boquería, reconoce que el nivel de trabajo de los paradistas es muy grande: “Es un trabajo invisible pero esencial para ellos. Es como si levantaran el telón de un teatro cada día.”
A pesar de los cambios, muchos ven un futuro en La Boquería. Todavía hay familias que mantienen la tradición y transmiten el relevo. “Cuando me jubile, espero que mis hijos sigan”, dice la Lucía. “Aquí todavía hay paradas donde trabajan nietos y bisnietos de los fundadores. No muchos, pero todavía aguantan.”
Otros, como la Robin, ven la experiencia como una oportunidad: “Me gusta el mercado. Tiene un ambiente especial. Sí, hay personajes de todo tipo, pero es parte de su encanto.”
La Boquería es, hoy, mucho más que un mercado. Es una metáfora de Barcelona: llena de contrastes, luchando por mantener una esencia que se disuelve entre las olas de visitantes, pero resistiendo con una fuerza ancestral.
Es un lugar donde todavía hay quien se lleva de madrugada para cortar el mejor trozo de carne, quien lava pescado con hielo a las seis de la mañana, quien aprende inglés tras un mostrador, quien ama un espacio que ya no es como antes —pero que tiene alma.
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