El 5 de mayo de 1822 empieza a funcionar la Diputación de Lleida. Pero el XIX es un siglo de pocas estabilidades políticas y desaparece un año después. Ciertamente, pues, se cumplen 200 años de los inicios de la división provincial española, pero su consolidación hay que buscarla en la década siguiente, aunque las actuales diputaciones catalanas poco tienen que ver con las que el gobierno Mendizábal estableció por decreto en 1835, al frente de las cuales situó un delegado gubernamental, luego llamado gobernador civil.
En las reuniones de Cádiz de 1810-1812, la gran mayoría de los delegados catalanes iban asegurando que su prioridad fundamental era de defensa de los intereses proteccionistas del comercio y la industria catalana y de recuperación de las antiguas libertades de Cataluña. No endedas, el economista Antoni de Campmany no dudará de condenar durante las sesiones la forma en que “las armas de Felipe V, más poderosas que las leyes, hicieron callar todas las instituciones libres en Cataluña”.
El triunfo definitivo del constitucionalismo español de 1837, una vez acabado el absolutismo de Fernando VII, decepcionaría progresivamente las esperanzas de los catalanes ante un estado liberal que continuaba siendo un programa de absorción, más que de inclusión y coordinación, con la obligación de someterse a una política que no respondía a las necesidades y el dinamismo propios de la Cataluña ochocentista.
El despliegue de aquella fuerza centralizadora del Estado liberal español culminó en el siglo siguiente, con las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco, cuando las diputaciones se convirtieron en la avanzada en el territorio de una tarea nacionalizadora real, política y burocrática. Por tanto, los nexos de unión históricos de las diputaciones catalanas actuales hay que situarlos, no en el intento liberal de las Cortes de Cádiz ni en los totalitarismos subsiguientes, sino en instituciones catalanas y pragmáticas como la Mancomunidad de Cataluña –que canaliza el proceso de recuperación histórica, cultural y lingüística iniciado durante la Renaixença– y en la Generalitat republicana –que profundiza en muchas de aquellas políticas novecentistas e impulsa nuevas, especialmente de carácter social e igualitarias.
Cuando Prat de la Riba propone constituir la Mancomunidad de Cataluña a partir de la unión solidaria de las cuatro diputaciones catalanas, al frente de la de Lleida encuentra el presidente Josep Maria España, que más tarde llegaría a ser consejero de Gobernación de la Generalitat republicana y salvaría numerosos perseguidos durante la guerra del 36: como Alfred Perenya, impulsor del Casal Social de la Juventud Republicana de Lleida y el Camp d’Esports; el médico y poeta Josep Estadella i Arnó, o el abogado Romà Sol i Mestre, que también presidió la Diputación de Lleida, entre tantos otros. Y es en estos personajes y sus políticas que la Diputación de Lleida ha continuado una tarea de vertebración social y territorial a favor de los pueblos, las personas y el país. Y nos sentimos representantes en su apuesta por Lleida, que en la actualidad son las políticas que impulsamos para hacer arraigar a las personas y el talento en los municipios rurales, afectados por décadas de desinversión de las administraciones más alejadas de la realidad que se vive en la Cataluña entera, la que construimos desde el mundo local.
En momentos de vicisitudes políticas y migradesas presupuestarias, el papel que han asumido en nuestra casa las administraciones de segundo grado ha sido decisivo y visualiza la incidencia altamente positiva que desempeñamos para el buen funcionamiento de los territorios y el desarrollo socioeconómico de sus habitantes. Nosotros, en Lleida, lo ejemplificamos con la frase de que la Diputación es la fuerza de los Municipios.: somos la administración que aporta al mundo local capacidad financiera para abordar tanto el día a día como los proyectos de futuro, a través de planes económicos objetivos, transparentes, equitativos y que aporta criterios de discriminación positiva en favor de los municipios en riesgo de despoblamiento o que sufren los efectos del entorno de montaña. Le decimos gobernanza republicana.
Por todo ello, este 200 aniversario no es para celebrar, revisar o amelgar ningún pasado nostálgico de una organización territorial impuesta, centralizadora y basada en el modelo jacobino francés, sino que desde Lleida queremos renovar el compromiso de colaboración de las diputaciones catalanas con el mundo local y la apuesta por los municipios, los sectores productivos y sus capacidades. Porque la labor de los entes supramunicipales, a la espera de un modelo de vertebración territorial propio –y no el impuesto de dos siglos a esta parte–, seguirá siendo imprescindible como herramienta de gestión, cooperación y coordinación de las áreas locales. Y aún más en territorios rurales y de poco grueso demográfico como las comarcas de Lleida, donde las políticas desplegadas por la Diputación contribuyen decisivamente a la sociabilidad local, el bienestar social, el impulso del sector productivo y el arraigo de la población en el territorio.
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